Hay ciudades que parecen vivas, más aún cuando la historia de los siglos las llenan de protagonismo y esencia propia. Córdoba sin duda lo es. En su largo caminar nuestra ciudad se fue impregnando de vivencias e intensidades, de misterioso atractivo para las culturas, de identificación con la historia y de noches y noches con sus lunas, que la enaltecen cada vez y la hacen mágica.

Córdoba ser vivo, se hizo grande e intemporal, y observa desde su atalaya el paso de los tiempos con la indiferencia del que ya sabe lo que va a pasar. Visitarla, conocerla y amarla es fácil y bonito en nuestros días y ella entrega a cambio esencia. Vivirla es muy grato, aunque al hacerlo es muy posible sentir la indiferencia de Córdoba-ser vivo, al que tanto admiramos y queremos. Y no puede ser de otra forma. La perspectiva temporal de las generaciones que la habitamos resulta ridícula ante la intemporalidad de una esencia. Al ser vivo, grande e intemporal nada le dice un logro terreno.

Difícil, muy difícil, tratar de aportar granitos para engrandecer lo que ya es enorme. Los cordobeses sabemos que nada de lo que ocurra o hagamos en nuestra ciudad va a modificar su grandeza, por eso puede haber una tendencia a la sobriedad y a relativizar la importancia de las cosas.

Vivir en Córdoba y disfrutarla permite sentirse humilde con naturalidad, hasta para ensalzarla, pues ni siquiera precisamos hacerlo. No presumimos de ella, porque ella sabe presumir. Pero sí la sentimos intensa y bella, y un cierto orgullo se esconde, aunque la impotencia de hacerla más aún nos deprima o nos abrume un poco. Quizás solo se pueda aspirar a la posibilidad de formar parte de su esencia, al morir.

Vista de Córdoba desde avioneta
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