Según el diccionario de la lengua, la consciencia es el conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones, de la realidad circundante y de cómo relacionarse con ella. Somos pues conscientes cuando caminamos por los senderos de la vida y esa consciencia evoluciona con el paso del tiempo. Pero ¿de dónde viene esa consciencia?. Desde los más remotos tiempos esa pregunta nos ha perseguido. ¿Nace del cerebro como producto de los  miles de millones de conexiones entre nuestras neuronas? La visión materialista aún trata de demostrar con los avances en neurociencias que todo procede de nuestro cerebro. La concepción actual del materialismo propugna que los estados mentales son idénticos a los estados cerebrales y que nuestros pensamientos y sentimientos y nuestro sentido del yo son propiedades de la actividad electroquímica en el cerebro. En cada persona, las alegrías y las penas, sus recuerdos y ambiciones, su sentido de la identidad personal y del libre albedrío  provienen en realidad de un inmenso conjunto de células nerviosas y sus moléculas asociadas, aunque no sepamos explicar cómo todo esto sucede.

Por el contrario, pensar que nuestros razonamientos proceden de innumerables señales eléctricas interconectadas entre todas las células de nuestro cerebro resulta difícil de entender y no parece obedecer a las leyes físicas. Al final, las uniones moleculares que conforman la señal eléctrica y las sinapsis en nuestras neuronas son fuerzas físicas y químicas que nos pueden llevar al umbral del acto de percibir, pero no siguen más allá. No forjan la voluntad ni la consciencia. Carecen de una función orgánica que nos haga pensar. Grandes neurocientíficos, como nuestro gran Ramón y Cajal, han percibido una existencia diferenciada entre la mente y el cerebro. Otro gran neurocientífico,  Penfield, tras experimentar con estimulaciones de distintas zonas del cortex en individuos despiertos, llegó a la conclusión de que el intelecto y la voluntad no provienen del cerebro. Pero esta visión es antigua. Tanto Platón como Aristóteles creían que tenía que haber realidades aparte del mundo material, a las que llamaron “las formas”. El alma ni se da sin un cuerpo ni es en sí misma un cuerpo físico. Por lo que, al no serlo, pervive tras la muerte ya que no es materia en descomposición. Así pensaban los clásicos y durante siglos permaneció la idea de la existencia del alma. En la actualidad, diferentes tipos de investigaciones parecen también indicar la existencia de una mente o alma independiente del cerebro y, en general, del propio cuerpo humano. Tan es así que experiencias cercanas a la muerte (ECM) en personas resucitadas refieren ver la escena desde fuera del cuerpo con capacidad de pensar, ver, recordar, oír y desplazarse sin impedimentos físicos. Tras un infarto de miocardio, un ahogamiento o un traumatismo importante, es frecuente que las personas sufran una grave falta de oxígeno, lo que provoca una reducción gradual de la actividad eléctrica en el cerebro y da lugar a una “desconexión” del funcionamiento cerebral superior, así como de la mayoría de las funciones del cerebro inferior, un fenómeno que se caracteriza por un electroencefalograma plano. Se trata de personas que en ese momento sufren una muerte clínica, sin función del tronco encefálico, sin actividad eléctrica en la corteza cerebral ni funciones elementales como la respuesta de la pupila a la luz, que surjan del tronco encefálico. Las investigaciones en personas que han sufrido ECM parecen  coincidir en que en esos momentos no sienten dolor pero pueden pensar con una visión extracorpórea, oír, desplazarse y recordar, todas ellas acciones puramente conscientes que suceden con un cerebro plano, aunque luego sean resucitadas. Estas experiencias también apuntan a una separación entre el alma y el cuerpo.

Pero ¿cómo se forma esa consciencia en las personas?. Parece claro que surge cuando comienza la vida del organismo. Existen hoy día evidencias de que criaturas unicelulares sometidas a stress reaccionan con respuestas básicas que implican un fenómeno cognitivo. De manera que desde la concepción del ser entre los gametos estos fenómenos se producen. Así es que, sin duda, desde la vida embrionaria ya existe en el feto la percepción de ser y estar, probablemente de forma muy grata, en el seno materno aunque aún no sepa que ha de afrontar un gran sufrimiento y peligro en el parto que le espera. Tras éste, cambia por completo el medio externo y una nueva consciencia surge en el bebe. Se siente ser vivo muy dependiente en principio pero con el tiempo y el aprendizaje consigue manejarse como persona, su cuerpo crece y su espíritu también. Niño, adolescente, joven, adulto y viejo son las etapas por las que la consciencia ha de transitar y expandirse. El alma de las personas se va expandiendo a lo largo de su vida conforme surgen los esquejes que han de desarrollar en su expansión. Pueden ser muy diversos esos brotes por los que el espíritu crece, pero sus desarrollos resultan fundamentales. Solo me referiré a 3 de ellos: el sentimiento, el aprendizaje y la fuerza de voluntad.

El sentimiento

Es el más importante de los esquejes. Percibimos con los sentidos, no solo los humanos, también los animales y las plantas poseen los sentidos para percibir. De hecho, muchas especies perciben con los sentidos mucho mejor que nosotros. En el cerebro tenemos bien localizados los centros donde estos sentidos son excitados para percibir, para sentir. Solo un 20% de la actividad cerebral responde a estímulos externos que estimulan los sentidos. La gran mayoría de nuestra actividad cerebral procesa lo que pasa por dentro, nuestro mundo interior, una actividad propioceptiva que casi nos pasa desapercibida por ser tan natural y tan constante. Pero hay otra forma de sentir de más difícil localización en el cerebro, el sentimiento. Sentimos amor, compasión, pena, empatía, alegrías y tristezas, altruismo, ira, miedo, desprecio, envidia, egoísmo, indiferencia, odio, añoranzas, culpa…, todos ellos sentimientos que surgen del alma sin que podamos ubicarlos en centros o zonas del cerebro. También estos sentimientos son observables en los animales en mayor o menor grado. El bien y el mal están dentro de todos los seres y aplicamos ambos con nuestros sentimientos. Es el libre albedrío el que nos lleva a uno u otro aplique. Pero cuando predomina el amor a los demás, el sentimiento se expande más fácilmente en nuestra alma. Si lo que predominan son las bajezas es fácil el desprecio hacia el prójimo y solo se piensa en el beneficio personal, sin tener en cuenta a los demás seres. Es entonces cuando el espíritu se achica o encoje y, aunque pueda surgir el arrepentimiento, el alma no se expande, se atrofia en parte. En cambio, el amor trasciende el alma y la eleva. Siempre hay resortes para reorientar las tendencias y modificar los comportamientos pero la costumbre de hacer el bien o el mal suelen hacer persistir los enfoques cada vez con más facilidad.

Pero podemos distinguir los sentimientos individuales de los colectivos. Siempre di mucho valor a los sentimientos colectivos, aunque muchos de ellos estén determinados por aspectos circunstanciales, tales como dónde naciste, qué te inculcaron, cuál fue la historia común o cómo llegas al mundo de las ideas, todo circunstancial pero lleno de valores que forjan el sentimiento colectivo. Para mí, supone un orgullo sentirme cordobés, andaluz, español y europeo, todos sentimientos colectivos de muchísimas personas que acaban teniendo valor universal. Y es que todos implican amor a una pertenencia. Hoy se intenta desprestigiar el sentirse patriota porque también hay muchos que odian a España (de dentro y de fuera) pero basta con mirar la historia para sentir la profunda huella que dejó la hispanidad y su legado pertenece a todo español que lo sienta. Inculcado o no, yo siempre lo sentí y lo corroboré con la lectura y el paso del tiempo, cada vez más. Es un sentimiento de nación histórica, no ya lo que somos hoy día (bastante poco) sino lo que fuimos a lo largo de los siglos, lo que aportamos a la humanidad. También dentro de ello está el sentimiento partidista, muy parecido al sentimiento futbolero pero mucho menos edificante. Los partidos políticos no son equipos de fútbol que sigues hasta la muerte, sean cuales sean los resultados. Para un verdadero demócrata no se es de ningún partido, los partidos políticos han de ser juzgados por su acción y si fallan se les castiga con el voto, único bastión individual para cambiar el poder del signo que sea, para modular la alternancia y asegurar la democracia. En los tiempos actuales, los políticos producen otro tipo de sentimiento global, el asco y el desprecio, y eso es grave para la propia democracia. En cambio, veo mejor y más edificante el sentimiento futbolero, por ser más noble y menos trascendente, aunque estemos hablando de algo superfluo como es el fútbol. Recuerdo siendo muy niño a mi padre, todo un caballero inalterable a las emociones, a qué grado de exaltación llegaba escuchando por la radio las primeras copas de Europa que ganó el Real Madrid. Ese sentimiento nos lo transmitió a todos sus hijos y yo lo trasmití a todos los míos, aunque mi madre era del Atlético de Madrid. Son banalidades que para nada afectan al transcurso de los días y las semanas, se gane, se empate o se pierda. Pero llama la atención cómo el sentimiento madridista se extiende por todo el globo y tiene millones de seguidores, un gran sentimiento colectivo que trasciende fronteras. Al margen de los sentimientos banales, por muy colectivos que sean, los comportamientos globales provocan la unión entre seres, tanto en el abrazo como en el rechazo. Cuanto más comunes fueran los sentimientos más progresaría la humanidad.

Hablemos ahora de los sentimientos individuales, de cada persona. Surgen del alma desde el comienzo de la vida y se desarrollan como brotes o esquejes en función de múltiples factores del acontecer, junto a una predisposición innata hacia alguno de ellos. Las emociones básicas son el miedo, la ira, la tristeza, la felicidad, el asco y la sorpresa. Por otro lado, hay sentimientos consustanciales como el familiar, que  es casi siempre el resultado del amor y la protección recibidos en nuestra infancia junto al poder de los genes identificadores de nuestro origen. Para mí siempre fue un bello sentimiento que, si cabe, se acentúa con el paso del tiempo. El amor de padres, abuelos, hermanos, hijos y nietos conforman una arborización de un sentimiento inigualable que es muy grato de compartir. Fuera del entorno familiar comienza enseguida en la vida de los adolescentes los brotes sentimentales propios de esa edad. Como son genuinos son también primarios y muy dependientes del acontecer. La amistad, el rechazo, la burla, el odio y hasta el amor platónico brotan en los jóvenes sin experiencia de una forma primaria y moldean la personalidad y la predisposición. Orientan hacia el bien o hacia el mal, o hacia ambos, sin que aún sepamos hacia dónde vamos. Una vez forjada la personalidad, ya en la juventud o en la vida adulta, los brotes sentimentales toman cuerpo y las personas buscan metas. Resulta claro que para ordenar nuestra consciencia es preciso sentirse a solas con uno mismo, meditar y no dejarse llevar por lo que simplemente pasa. Decía John Milton que “la mente es nuestra casa y esta puede ser el infierno o el paraíso”. Cuanto más meditemos más fácil será ordenar nuestros sentimientos y activar nuestra consciencia, convirtiéndola en paraíso.

En el forcejeo del día a día pueden surgir sentimientos opuestos, como la envidia y la admiración sincera hacia otros. La envidia es insana e injusta y solo provoca cierta desesperación al que la padece, por cierto, sentimiento frecuente en nuestra querida España. En cambio, la admiración sincera hacia los actos de otros dignifica a quien la siente y le incita a seguir un ejemplo. Entre los intercambios personales también surgen otros contrapuestos: el aprecio y el desprecio, junto a otro intermedio que es la indiferencia, que a veces resulta casi peor que el desprecio. La empatía crea una tendencia a apreciar aquellos que conocemos y tratamos, resulta natural el apreciarles de entrada, aunque todo dependa de lo que ellos nos transmiten. Si también empatizan el aprecio mutuo es natural y saludable. Si no lo hacen puede surgir el menosprecio o la indiferencia, dos sentimientos negativos, aunque pueden ser muy justificables y, aplicados con inteligencia, pueden hasta tener calado en las relaciones. Del desprecio y del rencor al odio hay un solo paso y si lo traspasamos también sufrimos. Nuestra mente debe evitarlo ya que odiar es doloroso y resulta mucho mejor y más reconfortante la indiferencia. Aquel que nos agrede, física o mentalmente, solo merece nuestra indiferencia y al sentirla uno perdona fácilmente sin olvidar y así se regenera nuestro espíritu. El que llega a odiar tanto como para matar, supera un dintel que deja de ser barrera y le libera para seguir matando sin remordimiento. La ira es una explosión del alma muy difícil de controlar. Solo la templanza y la madurez son capaces de modularla, lo que se consigue mejor con el paso de los años. Por otro lado, el miedo es un sentimiento natural que surgió en la selva, donde había que sentirlo y prepararse para correr o para luchar. El miedo a algo o a alguien es libre y no nos podemos deshacer de él tan fácilmente. Es la inteligencia, la dignidad, la humanidad y la valentía lo que pueden mitigarlo. El heroísmo es un acto de locura lleno de humanidad y de entrega a los demás que solo pocos pueden alcanzar. Pero el héroe no deja de sentir el miedo igual que todos, aunque su gran humanidad le lleve a la locura de vencerlo, haciéndole capaz de inmolarse por los demás. No todos los héroes mueren en su acto heroico y algunos son capaces de repetirlos. Gloria a todos ellos, por su humanidad y su altruismo.  Este otro sentimiento, el altruismo, está lleno de generosidad. Es hacer por los demás sin esperar nada a cambio. Hay muchas personas y actividades humanas encaminadas a ayudar a los demás. A pesar de los tiempos perversos que vivimos el sentimiento altruista progresa entre los seres humanos y, si Dios quiere, acabará siendo predominante. Más difícil de encauzar es el sentimiento de tristeza hacia algo que nos ocurre, o sin necesidad de ello. La tristeza y la melancolía son también elementos que pueden predominar en muchos seres sin que sepamos bien el por qué y con frecuencia llevan a la depresión, circunstancia aún más grave de la que puede resultar difícil salir. Sólo el apoyo de los demás puede mitigar tanto sufrimiento. Pero hay otro que merece especial mención y es el sentimiento religioso. Aunque confieso que yo llegué a sentirlo en mi infancia, luego desapareció por completo de mi mente. No es ya solo creer o no en Dios sino la fe necesaria sin nada que lo pruebe. El sentimiento religioso llega a sublimar a las personas que lo sienten aportándoles un misticismo que les dulcifica los avatares de esta vida y da esperanzas para otra venidera. Aunque yo admiro a los que lo sienten sin que sepan explicarlo, creo que cada vez es menos frecuente mantenerlo toda la vida. Todas las religiones están a la baja, quizás porque sus explicaciones son cada vez menos necesarias ante el auge del conocimiento. Pero no son banales sus aportaciones ya que todas preconizan el amor al prójimo y la existencia del más allá.

Podíamos continuar así indefinidamente, ya que los sentimientos son brotes personales que surgen de nuestra alma y que pueden perdurar o adormecerse. Aunque podamos hablar genéricamente de ellos, son tan genuinos en cada persona que no los podemos clasificar ni medir. Es cada alma la que siente. En definitiva, los sentimientos son fundamentales para la toma de decisiones racionales a lo largo de nuestra vida.

El aprendizaje

Otro esqueje del alma es el aprendizaje, para formarse y para satisfacer todas las curiosidades. Al margen de los estudios, aprendemos por el mero hecho de vivir, por lo que el brote se va transformando con los años. Lo aprendido es almacenado en nuestro cerebro pero el hecho de aprender es volitivo y supone una expansión. Siempre tienen más posibilidades en la vida los que más han aprendido, los que más saben, pero también adquieren conocimiento los que más buscan, los que más se cuestionan y los que más experimentan en su propia vida. Pero si es preciso aprender también es fundamental el enseñar, educar, aportar. Lo que comienza en el seno familiar se extiende en el ámbito de la enseñanza oficial. La transmisión del conocimiento tiende a ser cada vez mejor. Y es que hoy día todo el saber humano está en la red por lo que aprender a través de ella es un requerimiento actual que es preciso fomentar. Los métodos de enseñanza se complican más y más cada vez. En el transcurso de mi vida académica han surgido múltiples métodos docentes en la enseñanza de la Medicina. Desde el “enseignement par problems” que aprendí como profesor en Canadá hasta los métodos actuales con inteligencia artificial. Pero en mis tiempos docentes yo siempre era consciente de que una clase oral, una lección magistral,  podía ser a la vez el mejor y el peor método docente, capaz o no de despertar el interés en el tema. Confieso que trataba de esmerarme siempre en las clases y en las presentaciones. También enseñan mucho las trayectorias personales, sus aportaciones y el ejemplo que suscitan. El alma de cada persona aprende para saber y su expansión no tiene límites, sólo los pone cada individuo, cada persona, a lo largo de su vida. Siempre podemos seguir aprendiendo, independiente de la edad. También la experiencia personal aporta mucho conocimiento.

Sherbroke, Canadá, año 1981

Sherbroke, Canadá, año 1981

La fuerza de voluntad

Otro brote del espíritu es la voluntad, que cuando persevera se convierte en determinación. Desde bien pequeños, queremos esto y lo otro, queremos además su inmediatez, lo queremos ya. Esta fase es agobiante y hay que saber educar y negar para empezar a forjar un querer a largo plazo. Querer algo en realidad y perseguir ese deseo en el tiempo dignifica a las personas. Ya no es solo lo que quieres sino el afán que has de tener para conseguirlo, la fuerza de voluntad, la perseverancia. La voluntad se forja como un músculo, su relajación repetida supone pérdida de fuerza, desánimo y desconfianza en conseguir logros. Es más fácil dejarse llevar por lo que acontece. El brote puede atrofiarse si no se somete a un continuo esfuerzo por persistir. Por el contrario, cuando la gimnasia fortalece el “músculo” no llega a notarse tanto el esfuerzo a realizar, es más fácil cada vez. En la vida observamos que quien lucha por sus sueños y sus metas no es difícil que acaben por conseguirlas. No importa lo banal que el sueño sea, lo que importa de verdad es la generación de la fuerza requerida, la determinación por conseguirlo. Todos sabemos que es bien difícil conseguir una pétrea  fuerza de voluntad porque exige mucho sacrificio y mucha renuncia. Hay que saber anteponer en todo momento el abstracto afán por lo que luchamos frente al fácil reclamo de lo inmediato, siempre mucho más cómodo y atractivo. Exige una férrea disciplina y una gran determinación, aunque se pase por momentos de desespero. No es nada fácil adquirir la fuerza de voluntad para persistir en el afán aún sin visos de conseguirlo. Pero el que la ejerce, la ejercita y la potencia tiene más posibilidades de conseguir sus metas. Resulta curioso comprobar cómo aquellos que al final alcanzan sus sueños no llegan a disfrutarlos como habían soñado, por ser bien conscientes del tiempo y el esfuerzo empleados como auténticos artífices de su consecución.

El sentimiento, el aprendizaje y la voluntad. Tres importantes esquejes de nuestra alma.