Desde que la ciencia hiciera posible conocer el genoma de las especies, los avances en la investigación de los genes no dejan de deparar tanto continuas sorpresas como expectativas sobre potenciales metas terapéuticas. Hoy día las cadenas de ADN que constituyen el genoma pueden ser comparadas entre especies y pueden también ser manipuladas e intercambiar las distintas hélices que lo conforman, lo que permite albergar grandes esperanzas en el avance.

Al poder comparar los genomas de las distintas especies, la primera sorpresa fue el comprobar que pocas diferencias existían entre el de la mosca Drosophila y el de un ser humano. Que los genomas de especies vivas y bien diversas sean muy parecidos quiere decir que la vida iba buscando soluciones que cuando encontraba afianzaba y perpetuaba. Todas las claves para la formación de un ser multiorgánico, su “body plan”, su desarrollo y su adaptación al medio fueron perpetuadas desde muy temprano en la evolución de los seres. Es por eso que los genes denominados perpetuos en las distintas especies se enlazan de idéntica forma para garantizar soluciones conseguidas. Cientos de millones de años de evolución separan a los insectos de los mamíferos pero determinados experimentos han mostrado que el denominado “gen cluster de Hox”, aquel encargado del “body plan” en las especies, podía ser intercambiado entre el genoma de las moscas y el de los ratones sin sufrir menoscabo, precisamente por ser tan idénticos. De manera que los denominados genes esenciales para la vida parecen estar como congelados en el tiempo evolucionario. Durante las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado se pensaba que los genes encargados de funciones esenciales para la vida poseían secuencias de ADN muy preservadas en el tiempo. Por tanto, se estimaba que nuevos genes con funciones esenciales surgirían muy raramente, si es que lo hacían. Pero en la primera década de este siglo algunos investigadores demostraron que nuevos genes jóvenes, surgidos de forma rápida, no son infrecuentes en la naturaleza. En 2010 Long et al identificaron 200 nuevos genes en la mosca Drosophila. Casi el 30% de estos jóvenes genes resultaron ser esenciales para la vida, ya que sin ellos la mosca moría. Sorprendentemente, un porcentaje parecido de los viejos genes resultaban también esenciales para codificar funciones clave en la vida de la mosca con nuevos genes. ¿Respondía esto pues a un simple intercambio o reposición?.

No lo parece en principio, aunque pudiera serlo en parte. Ello no encajaba con la perpetuación de los genes observada en las especies. Posteriormente, Malik y Kasinathan enfocaron su estudio en el denominado gen cluster ZAD-ZNF, la mayor familia de factores de transcripción en los insectos. Algunos de ellos se demostraron como nuevos genes esenciales pero su función no era bien entendida. Alrededor de 70 de estos ZAD-ZNF genes estaban presentes en todas las especies de Drosophila pero 20 de ellos no lo estaban. Se estima que los habrían perdido y repuesto varias veces en 40 millones de años de evolución. Malik y Kasinathan también observaron que, en esos 20 genes específicos de Drosophila Melanogaster, los más rápidos en evolucionar eran mucho más hábiles en codificar funciones esenciales que aquellos otros que evolucionaban más lentamente.

El trastero del genoma

Pero otra enorme sorpresa de este estudio aguardaba. En relación a la estructura del genoma en el núcleo de cada célula viva de cualquier especie, se conoce bien que está distribuida en 2 zonas claramente diferenciadas, una llamada Eucromatina, donde la mayor parte de los genes activos residen y otra, la Heterocromatina, una región densamente poblada de un ADN no codificable, empaquetado y no activo, que es considerado en el mundo científico como el trastero del genoma (“the Junkyard”), allí donde casi nada ocurre y cuyo significado no es bien entendido. Durante mucho tiempo ha sido esta parte del genoma ignorada por la ciencia, quizás por centrarse más en la Eucromatina, donde todo se cuece, siendo “el trastero” un simple armazón necesario en un estado silencioso, aunque repleto de ADN densamente empaquetado. Contiene, eso sí, secuencias esenciales para estructurar la célula como los Centrómeros, el ribosoma RNA, que asiste a la fabricación de proteínas, y algunos RNA reguladores que controlan la expresión génica a todo lo largo del genoma. Fuera de estas funciones nada había en el trastero.

Volviendo al descubrimiento de los nuevos genes esenciales que aparecían en el genoma de la mosca Drosophila, cuando Kasinathan examinó su procedencia, comprobó que no venían de la Eucromatina sino, oh sorpresa, de la Heterocromatina. Resultó que la parte silenciosa del genoma no lo era tanto y el trastero se convertía en una especie de depósito para expresar nuevos genes cuando son requeridos. Y cuando surgen lo hacen rápido, debiendo ajustar la atmósfera del ADN circundante para hacerse funcionales. Serían respuestas parecidas a los genes del sistema inmune, que cambian de forma rápida a la llegada del patógeno. Pero la incógnita persistía, ¿qué función tenían estos nuevos genes?. ¿Por qué habían surgido?. Si resultan genes esenciales, ¿cómo era posible la existencia de la especie previamente sin ellos?. Quizás su función sería la de sustituir la de ciertos viejos genes ya cansados. O quizás son genes jóvenes para nuevas funciones que, aún siendo esenciales, no resultan vitales y suponen una forma de mecanismo adaptativo  y evolutivo. Todas las especies vivas hoy día se enfrentan a problemas medioambientales que sus ancestros no tuvieron que afrontar. Siguiendo criterios evolutivos, estos nuevos problemas para la vida requieren nuevas soluciones. Los nuevos genes generados en el genoma lo hacen desde su trastero y parecen responder a una lenta forma evolutiva en cada especie, bien sustituyendo la exhausta función de viejos genes o bien aportando nuevas expresiones de adaptación al medio que acaban resultando esenciales para vivir.

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