Qué difícil nos resulta a los seres vivos el tratar de comprender el por qué lo estamos. Como entes conscientes, nadie nos consultó si queríamos tener la experiencia o no, y aquí nos encontramos sin comprender tampoco por qué hemos de morir.
Vivir y morir parecen la misma cosa y nada importa en absoluto, ni nuestra corta presencia ni nuestra próxima y eterna ausencia. Es decir, vivimos programados para morir sin saber ni cómo ni cuándo sucederá, aunque haya quien decida poner fin a su vida. Solo esta triste decisión nos cabe. Y aunque siempre existen maravillosos motivos para continuar vivos y disfrutar de la vida, tampoco faltan los momentos de desespero en los que uno piensa que sería mejor acabar. Culminar la vida propia en nada afecta a la humanidad pero mientras vivimos formamos parte de ella.
Nuestra vida nada vale al contemplarla de forma individual, pero quizás tiene más sentido al hacerla colectiva, al sentirse inmerso en la energía que aún vive y al también sentirse portador de todo lo que nos proporcionó la que ya dejó de ser.
Por otro lado, también resulta curioso el pensar en la similitud existente con la forma de vida más elemental, la célula. Si cada una de nuestras células fuera consciente y cada uno de nosotros una consciencia colectiva, la equiparación resultaría más ilustrativa. Durante nuestra vida, las células de nuestro organismo mueren y se regeneran de forma ordenada e ininterrumpida, dando así continuidad al ser, por efímera que su existencia sea. Es decir, al ser concebidos éramos un conjunto de células que formaron un ser y, aunque fueron parte de nosotros, ya solo representan aquellas células madre que transmitieron a las sucesivas la información acumulada para la constitución del ser.
Desde entonces, la continua renovación que nos sustenta es transmisora y el ser navega así por su vida con absoluta identidad aún cuando sus células iniciales y las que las siguieron ya no formen parte física de su ser…¿son pues la misma cosa?…a mi entender sí lo son, aunque ya no estén. Algo similar ocurre con la vida en el planeta y, de forma particular, con la humanidad, la que existió y la que hoy día existe, la herencia y la presencia sin olvidar la que vendrá, la continuidad para el futuro.
Pero la biología nos da claves de comprensión de inigualable valor. Veamos un ejemplo: en todas las células de cualquier organismo vivo existe una proteína recientemente descubierta que se llama “Ubiquitina”. Así se llama por estar en todas partes. Desde los eukariotes hasta la actualidad, en todos los seres esta proteína se encarga, de forma continua, de degradar otras cuya misión sería la de aniquilar la célula mediante la apoptosis, el suicidio celular programado. De esta manera, cada célula de un organismo vivo tiene programado una contínua forma de desaparecer que es, a su vez, continuamente abortada por el sistema “ubiquitina proteasoma”.
La degradación proteica mediada por la ubiquitina actúa sobre el complejo de desensamblaje molecular. La ubiquitina es liberada para adherirse a la proteína suicida, desestructurándola y depositándola en el proteasoma, el basurero celular, donde es triturada y expulsada del interior celular. Desaparece así la continua amenaza de muerte celular programada que, curiosamente, acompaña el proceso vital de cada célula en todo organismo vivo. En un momento dado, y sin que aún sepamos por qué, la ubiquitina no se adhiere a la proteína suicida, consumándose así la apoptosis. Pero esto para nada afecta al ser, quien dispone de otro sistema regenerador para reemplazar a la célula muerta. Un bello y curioso sistema de perpetuación del ser que solo precisa un claro equilibrio entre la regeneración y la muerte celular.
La semejanza es clara con la vida de los seres vivos y, a mi juicio, permite comprender mejor la desaparición de los seres queridos. Ellos siempre serán parte del gran ser embrionario en construcción, por tanto siguen con su mensaje entre nosotros…, la vida sigue.
excelente documento